11 may 2008

La Mujer




—Zaratustra: ¿Por qué te deslizas furtivamente en el crepúsculo? ¿Qué es lo que ocultas tan cuidadosamente bajo tu manto? ¿Acaso es un tesoro que te han entregado? ¿O bien es un niño que te ha nacido?. ¿Como es que ahora sigues tú mismo la senda de los ladrones? ¿Eres ahora el amigo de los malvados?

Y Zaratustra respondió:

—En efecto, hermano mío, es un tesoro lo que me han entregado: es una pequeña verdad. Esto es lo que traigo. Pero es traviesa como un niño pequeño y si no le cubriera la boca, gritaría con todas sus fuerzas.

Cuando, solitario, seguía hoy mi camino, a la hora en que el sol se oculta encontré a una vieja que habló así a mi alma: «Zaratustra ha hablado muchas veces, incluso a nosotras las mujeres; pero nunca nos ha hablado de la mujer.» Yo le he respondido: «No es preciso hablar de la mujer sino a los hombres sólo.» «A mí también puedes hablarme de la mujer —insistió la anciana—, ya soy lo bastante vieja para olvidar en seguida todo lo que me hayas dicho.»

Accedí a los deseos de la vieja y le dije:

«En la mujer todo es un enigma. Pero existe una palabra para este enigma: preñez. El hombre es para la mujer un medio; él es siempre el hijo. Pero, ¿qué es la mujer para el hom­bre? El verdadero hombre pretende dos cosas: el peli­gro y el juego. Por eso quiere a la mujer, que es el juguete más peligroso. El hombre debe ser educado para la guerra, y la mujer, para solaz del reposo del guerrero. Todo lo demás es locura. Al guerrero no le agradan los frutos demasiado dulces. Por esto ama a la mujer. La mujer más dulce deja siempre un sabor amargo. La mujer comprende a los niños mejor que el hombre. Pero el hombre es más niño que la mujer. En todo verdadero hombre se oculta un niño, un niño que quiere jugar ¡Vamos, mujeres, descubrid al niño que hay en el hombre! ¡Que la mujer sea un juguete, menudo y puro parecido al diamante, irradiando las virtudes de un mundo que todavía no existe! ¡Que el brillo de una estrella resplandezca en vuestro amor! Que vuestra esperanza diga: «¡Oh, que yo dé al mundo al super­hombre!» ¡Que haya valentía en vuestro amor! ¡Por lo demás, armadas de vuestro valor iréis delante de quien os inspira miedo! ¡Que pongáis vuestro honor en vuestro amor! Aunque la mujer entiende poco de cosas de honor. Pero, cifrad vuestro honor en amar siempre más de lo que seáis amadas, en no quedar nunca en segundo lugar. Que el hombre tema a la mujer cuando ella odie; porque, en el fondo de su corazón, el hombre es simplemente inclinado al mal; pero la mujer es malvada.

«¿Qué es lo que más odia la mujer?» Así decía el hierro al imán: «Te odio, más que nada, porque me atraes, sin que poseas fuerza suficiente para unirme a ti.»

La felicidad del hombre es: yo quiero. La felicidad de la mujer es: él quiere.

«¡Ya el mundo se ha hecho perfecto!» Así piensan todas las mujeres cuando obedecen a la plenitud de su amor. Y es preciso que la mujer obedezca y que encuentre una profundidad para su superficie. El alma de la mujer es superficie: una capa de agua móvil y tormentosa sobre un bajo fondo.

Pero el alma del hombre es profunda. Sus agita­ciones braman en las cavernas subterráneas. La mujer presiente el poder del hombre, pero no lo com­prende.

Entonces la vieja me respondió: «Zaratustra ha dicho muchas y muy hondas cosas, sobre todo para las que son bastante jóvenes para entenderle. ¡Cosa extraña, Zaratustra conoce poco a las mujeres y, sin embargo, está en lo cierto cuando habla de ellas! ¿Obedecerá esto a que nada es imposible entre las mujeres?

¡Y ahora recibe, en recompensa, una pequeña verdad!: Soy lo bastante vieja para decírtela. Cúbrela bien y ciérrale el pico; si no, chillará demasiado fuerte esta pequeña verdad.»

«¡Dame, mujer, tu pequeña verdad!»; exclamé. Y he aquí lo que me respondió la anciana:

«¿Vas con las mujeres? ¡No olvides el látigo!»

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DE LAS MUJERES VIEJAS Y LAS MUJERES JÓVENES
Así habló Zaratustra.
Friedrich Nietzsche (1844-1900)

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